La escuela sobre arenas movedizas
Hace más de un año y medio la pandemia arrasó con todo aquello que considerábamos normal. Pasó en todos los ámbitos de nuestras vidas, incluido el escolar.
Cuando miramos hacia atrás, hacia los tiempos pre-pandémicos, nos embarga una sensación de pena, de nostalgia por lo perdido. Este año, la vuelta a la presencialidad nos enfrentó, primero, a una escuela sin forma y, luego, a una nueva forma que no terminaba de emerger o de representarse: más distancia entre los cuerpos, más dispositivos mediando la enseñanza, protocolos y aislamientos, más silencio, menos movimiento. El regreso fue a un espacio bien distinto al acostumbrado.
Los cursos superiores manifestaban el recuerdo y la añoranza por lo que había sido. Tenían memoria de las cosas de antes. Los más chicos, en cambio, no tenían registro de lo que la escuela había sido. ¿Cómo dar espacio a la experiencia escolar? ¿Qué y cómo reconstruir?
La escuela se encontró sobre arenas movedizas, intentando aprovechar la potencia del encuentro y esas nuevas tecnologías que llegaron para quedarse pero debiendo, al mismo tiempo, procesar las huellas que estos tiempos tan particulares dejaron en las subjetividades.
Hoy seguimos en pandemia, al ritmo vertiginoso de lo cotidiano, pero fluimos. Hoy, cuando aparecen y vislumbramos contornos de lo conocido, seguimos pensando y preguntándonos acerca de lo que debemos reencontrar y proponer en la escuela post-pandemia. ¿Qué debe permanecer? ¿Qué es aquello a lo que no debemos renunciar como escuela? ¿Deberíamos recuperar la escuela del 2019? ¿Se pueden conectar, sin más, el antes y el ahora? Uno no vuelve al mismo lugar. Y aunque no sabemos qué forma adoptará la escuela, lo que es seguro es que no será la misma.
Pero aunque todo cambia, hay dos cuestiones que consideramos que deben permanecer y que hay que sostener: la escuela como espacio en que desarrollamos la capacidad para comunicar, comunicarnos, y como lugar donde se aprende a crear comunidad.
Comunidad y comunicación tienen una misma raíz etimológica, la de communis: común, mutuo, participado entre varios. De eso se trata la escuela: de lo común, del para todos, del estar y construir con otros, de poner en palabras, de escuchar, de debatir en ese particular espacio de encuentro intra e intergeneracional que les permite crecer y que nos permite pasarles la posta a los que vienen al mundo.
Según el neurólogo y escritor británico Oliver Sacks, en una tierra asolada nos salvan el arte y la ciencia, ayudadas por la decencia humana, el sentido común, la amplitud de miradas y la atención a los desfavorecidos y los pobres. Esto, afirma, supone una esperanza para este mundo. Ante la crisis planetaria (social, ambiental, económica, política) que la pandemia agudizó e hizo más visible, sostenemos que la escuela tiene mucho para aportar.
Pensar y seguir pensando… Evaluar(nos) y ajustar el rumbo. Como navegantes de un tiempo desconocido, imprevisible y sujeto a las idas y venidas de la normativa oficial, seguimos transitando este raro camino con la certeza del lugar central que ocupan las instituciones educativas en el tejido de la trama social y de su papel fundamental como actores de las nuevas tramas que es necesario crear.
Un nuevo desafío
El 2020 nos sorprendió con una modalidad absolutamente desconocida: hasta ese momento, nadie había pensado que una escuela pudiese funcionar sin abrir sus puertas. Sin embargo, con mucha imaginación, fue posible. Cuarentena, pandemia, virus, #quedateencasa y Zoom fueron algunas de las palabras clave.
Un año después, arrancaba el 2021 y un nuevo desafío flotaba en el aire: la vuelta a la presencialidad. Desafío que generaba en nosotros, como docentes, muchísimos interrogantes. ¿Todos juntos? ¿Cómo lo vamos a hacer? ¿Y el distanciamiento? ¿Cómo explicarles a los más chiquitos que no pueden acercarse o tocarse cuando el juego entre ellos es absolutamente corporal? Los barbijos… ¡qué tema los barbijos! ¿Los van a perder? ¿Se los van a intercambiar? Todo, absolutamente todo, era motivo de preocupación e incertidumbre. Hasta que, casi con el inicio del ciclo lectivo, llegó el protocolo propuesto por la Ciudad. Entonces, comenzamos a darle forma a algunas certezas.
La palabra protocolo tomó nuestra escuela, nuestro vocabulario diario, junto con las palabras síntomas, hisopados, aislamiento, burbujas… El protocolo se transformó en nuestra guía de cuidado. Cada cosa que hacíamos (o no hacíamos) respondía al protocolo, que tantas veces nos incomodaba porque nos impedía desarrollar muchas actividades que deseábamos; sin embargo, al mismo tiempo, nos protegía de contagios y riesgos. En función del protocolo había que organizar la presencialidad en la escuela y comunicar a las familias la dinámica de trabajo para este año, otra vez particular.
Por supuesto que tuvimos que adaptarnos... pero, sobre todo, se trató de ser muy flexibles.
Las y los estudiantes debían ingresar a la escuela de forma escalonada por grados, con una diferencia de 10 minutos entre cada grado para evitar amontonamientos. Tampoco venían todos los días a la escuela: lo hacían en burbujas, porque entre ellas y ellos debía existir una distancia de un metro y medio. Esto implicaba, por ejemplo, que cada docente desarrolle su contenido curricular dos veces; y que las chicas y los chicos alternen actividades presenciales y virtuales. Estábamos llevando a cabo una semi-presencialidad.
Toda esta situación, de por sí muy atípica, podía verse, a su vez, interrumpida varias veces a la semana por aislamientos provocados por síntomas compatibles con COVID presentados por estudiantes o docentes, lo que obligaba a armar y desarmar lo propuesto una y otra vez. De todos modos, aún con estas limitaciones, las chicas y los chicos querían estar en la escuela.
En este contexto, quiero reparar en dos cosas importantes y, para ello, voy a citar a Eduardo Galeano, un autor que admiro mucho y que puede ayudar a explicarlas con una claridad única:
“Día tras día se niega a los niños el derecho de ser niños. El mundo trata a los niños pobres como si fueran basura, el mundo trata a los niños ricos como si fueran dinero, y a los del medio, a los que no son ni pobres ni ricos, el mundo los tiene bien atados a la pata del televisor para que desde muy temprano acepten como destino la vida prisionera. Mucha magia y mucha suerte tienen los niños que consiguen ser niños”. En síntesis, la pandemia no podía seguir robándoles momentos de infancia…
Quiero remarcar la alegría que les provocó a las niñas y a los niños el regresar a la escuela de manera presencial después de más de un año de “asistir” a ella a través de una pantalla. La escuela tiene una función social importantísima en la niñez que quedó de manifiesto en sus caritas al regresar y entrar a ese lugar que les pertenece, los alberga y contiene.
Además, quiero hacer énfasis en la capacidad y el compromiso que mostraron para cuidarse y respetar el protocolo. Lo hacen de manera responsable, prolija, frecuente y sostenida en el tiempo.
Hoy por hoy, entre protocolos, casos sospechosos, síntomas, clases presenciales, virtuales, aislamientos, burbujas que se cierran y burbujas que se abren, con la unificación de las mismas a partir del 17 de agosto, volvemos a compartir la infancia y la escolaridad dentro de la escuela de manera completa, aunque eso no implicó abandonar los cuidados.
Seguimos sosteniendo el uso permanente del barbijo durante la estadía escolar; los recreos siguen siendo un poco más “solitarios”, ya que salen a jugar de a un solo grado a la vez; la higienización de manera constante con alcohol y lavandina; filas con distancia entre cada una y cada uno, son algunas de las reglas del protocolo que, como les contaba, las y los estudiantes cumplen naturalmente y hacen cumplir si alguien se distrae.
La escuela es sólida para la niñez, en la escuela se echan raíces, se establecen acuerdos, se solidifican valores. Se construye la infancia. Se trata de un trabajo que, por supuesto, no podemos hacer solos: se necesita contar con la confianza y la colaboración de las familias para establecer pactos éticos en favor de la niñez.
Aprender a ser y a estar en un grupo después de la pandemia
La escuela es, también, un espacio en el que se aprende a estar en grupo: a ser uno mismo, pero en permanente interacción con los demás. De este modo, la convivencia transita en ella por diferentes etapas, de mayor o menor armonía.
En el Nivel Primario, desarrollamos distintas estrategias para lograr una buena convivencia. Por un lado, pensamos propuestas que permitan abordar temáticas que se manifiestan específicamente en cada grupo. Por ejemplo, cómo lograr vínculos saludables. Temáticas como esta aparecen en los lineamientos de la ESI y cada docente planifica jornadas de reflexión, juegos, talleres y lectura de materiales que posibilitan su tratamiento.
Por otro lado, ocasionalmente, surgen problemas específicos que resolvemos a medida que se van desplegando. En estos casos, muchas veces, debemos correr del primer plano la tarea estrictamente académica para adentrarnos en ese conflicto que no nos deja concentrar del todo en la propuesta escolar; de lo contrario, seguiría presente, impidiendo llevar adelante el trabajo.
Pero me parece oportuno, sobre todo, comentar cómo la pandemia nos interpela en relación a la convivencia. Durante casi todo el 2020, nos encontramos por medio de pantallas y plataformas; fue difícil trabajar la grupalidad, pues era muy importante, en nuestros encuentros con las y los estudiantes, conversar acerca de cómo estaban atravesando en casa la pandemia y contener emocionalmente y acompañar a cada una y cada uno desde su singularidad. De todas maneras, realizamos juegos, asambleas y tareas colectivas para atender al componente grupal.
Este año, por fin, volvimos a la escuela físicamente y tuvimos que retomar las cuestiones propias de la convivencia: los valores protagonistas fueron el respeto y el cuidado. Ya las clases presenciales esporádicas por burbujas, que permitieron el reencuentro, pusieron de manifiesto la importancia de estar con otras y otros.
Nuevamente, se trató de repensar hábitos y normas que nos permitieran convivir en la escuela, ya no solo para sentirnos a gusto y así poder aprender; sino también priorizando el cumplimiento de los protocolos y reflexionando permanentemente en torno al cuidado de todas y todos.
El entusiasmo del reencuentro
“Enseñar y aprender se hacen con todo el cuerpo, con todos los sentidos, haciendo cosas juntos, atentos a los efectos y afectos”.
Carlos Skliar
Después de atravesar todo un año sin habitar nuestro Jardín y sin compartir las Salas, en 2021 nos encontramos con una consigna que resonaba por todas partes: la de una presencialidad cuidada. Esta iba acompañada de burbujas, distancia social, barbijos y máscaras y familias fuera del edificio. Un conjunto de desafíos que todos los integrantes de la comunidad educativa debíamos afrontar para garantizar las mejores condiciones de aprendizaje y de salud.
En particular, hablar de distanciamiento en el Nivel Inicial sonaba como una suerte de utopía, porque las niñas y los niños vienen al Jardín a aprender y a socializar a través del juego y del contacto con sus pares.
Otra vez, nos volvíamos a enfrentar con una realidad muy distinta a la que habíamos transitado, pensando en cómo asegurar el sostén de la mirada, que es irremplazable ante la ausencia de la caricia y la mano que son la guía para darles seguridad a las niñas y los niños en el nuevo escenario.
En las Salas de 2 y 3 años, por ejemplo, el lenguaje corporal y gestual para expresar deseos y sensaciones debía correrse al centro, adquirir aún más protagonismo. Pensando en esta clave, buscamos encontrar un justo equilibrio entre lo que exige el protocolo sanitario y las necesidades emocionales, extremando los cuidados y protegiéndolos. Pero ¿por dónde empezar? ¿Cómo retomar? ¿Cómo fomentar vínculos en medio de esta nueva forma de distancia?
Comenzamos febrero con todo el entusiasmo del reencuentro. Vislumbrando lo que podría traer a cada una y cada uno la presencia de los otros, diseñamos y organizamos unos primeros contactos virtuales para conversar sobre este singular período de inicio: primero, vimos nuestros rostros completos y, luego, con barbijos y máscaras. Había que aprender a reconocernos en estas nuevas circunstancias. Además, conversamos sobre la distancia, la higiene de manos, la toma de temperatura, los materiales a usar y los grupos por burbujas.
Finalmente, el reencuentro se hizo real: hubo asistencia alternada y horarios reducidos y escalonados. Las docentes planificaron proyectos bimodales con actividades virtuales y presenciales. Y entonces las largas conversaciones sobre lo que vivimos, lo que extrañamos, lo que sentimos y lo que perdimos se hizo presente entre todas y todos.
De este modo fuimos transitando la primera parte del año hasta que, en agosto, la presencialidad tomó más fuerza y todos los grupos se unificaron y regresaron al trabajo diario en el Jardín.
Fue una experiencia nueva: volver a conformar un grupo y vivir el espacio de otra manera.
La escuela se llenó de ruidos, de movimiento, de la vida que siempre aportan chicos y chicas, de toda esa magia que aparece cuando alguien intenta enseñar y alguien está dispuesto a aprender.