La identidad se construye desde nuestra biología, en combinación con nuestra cultura, con elementos de nuestra historia social y, también, a partir de la música que nos gusta y de cómo nos vemos y de cómo aprendimos a expresarnos.
Quien escribe, por ejemplo, sabe que es hija de un hombre italiano y de una mujer cordobesa. Sabe que nació en Buenos Aires y por parto natural. Sabe cómo se llamaron sus abuelas y abuelos; que unos vinieron en barco escapando de la guerra y que los otros nacieron en tierra argentina. Quien escribe, además, puede reconocerse en los ojos de su padre y en los pies de su madre. Esos detalles que parecen simples, sutiles y triviales hacen que cada uno de nosotros pueda conocer y narrar su propia historia con honestidad y verdad y brindan bases seguras para la construcción de sí mismo. De eso se trata el derecho a la identidad: de conocer nuestra historia para poder plantarnos en ella, desarrollarnos y crecer con seguridad.
Pero ¿por qué la identidad es un derecho? ¿Por qué el Estado tiene que garantizarnos y proteger nuestra capacidad de saber quiénes somos y de dónde venimos? Saber el nombre que nuestros padres eligieron ponernos, conocer nuestro apellido, saber quiénes somos, dónde nacimos y cuál es nuestra familia de origen es algo que todos creemos que conocemos, porque se trata de cuestiones que se nos aparecen como “obvias”. Sin embargo, hay muchos argentinos que, después de más de 40 años, todavía no conocen su verdadero origen. Nos referimos a esos niños, niñas y bebés que fueron robados de sus familias durante el Proceso de Reorganización Nacional por las fuerzas del propio Estado. Ese Estado que debe garantizarnos el buen vivir.